viernes, 27 de abril de 2007

Mi historia con un clásico

Esa fría mañana en la Plaza de Armas, era uno de los primeros en llegar. La garúa de la madrugada que se había prolongado por el resto de la mañana hacía que los pocos autos que allí se encontraban lucieran la típica escarcha matutina. Di una vuelta rápida, sin querer mirar los cromos fulgurantes de los autos que conformaban la Primera Concentración de Autos Clásicos que organizaba Ruedas y Tuercas y el club en cuestión, mientras buscaba con avidez a mi acompañante que ya la veía llegar puntual a la cita. La garúa aminoraba su caída ese domingo de diciembre de 1997, así que decidí invitarla a desayunar mientras se terminaba de armar el evento. Habíamos dejado la Plaza de Armas por algo así como una hora y cuando regresamos grande fue nuestra sorpresa al ver que ya se encontraba rodeada de muchos autos estacionados en diagonal uno al lado del otro y ordenados por antigüedad con mucha gente que pululaba a su alrededor como si se tratara de una feria. No fue necesario preguntarle a ella, me bastó ver en su rostro dibujar una sonrisa y sus ojos estrellarse contra la máquina del tiempo que descubríamos allí. Empezamos por el principio, así que retrocedimos hasta 1915 para encontrarnos con la aerodinámica forma de un Wanderer W3 H Tamdem Sport único en el mundo y que además es el emblema del Club de Autos Antiguos del Perú (CAAP). Ella dijo que parecía un bote pero al revés, sonreí y asenté con la cabeza, casi no podía hablar. A los dos nos encantó, sobretodo por ese hermoso color azul violeta que ostentaba, raro para esa época, pensé. Seguimos ascendiendo en el tiempo y descubriendo maravillas enlatadas con tripulaciones muy amables que lucían atuendos de la época de su auto, así mimetizándose con ellos, en esa línea paralela del espacio-tiempo que habíamos hallado. Cada nuevo auto era una obra de arte, resaltando detalles en cada uno que los hacían únicos o innovaciones tecnológicas que algunas veces no veíamos pero que nos decían que estaban ahí debajo del metal, en las entrañas de los autos y que nos aseguraban que funcionaban y muy bien. Pero yo tenía fija en mi mente la idea de encontrar a mi Moby Dick, un auto del que me había contado mi abuelo y que la publicidad del evento decía que estaría ahí con todo y su piloto.

¡Imposible!, exclamé en el momento de leer eso. Y es que creía yo que se trataba de un mito más que de una realidad, así que para explicar lo que me empuja a buscar de sobre manera ese día, debo primero empezar con otra historia, una que comienza con otro clásico, o por lo menos así lo es para mí, así que empezaré primero remontándome a cuando tenía 13 años y por fin me enseñaban a manejar por las calles de donde vivía. Ahora me era más fácil llegar a los pedales y ver por encima del timón, aún así, mi espalda no tocaba el respaldo del asiento. Este auto era un Datsun 150J de 1974, mejor conocido como Violet o 710; mal llamado J15. Era el auto de mi padre, quien lo poseía desde nuevo. Yo lo recuerdo desde que tengo uso de razón ya que nací en 1976, es decir, dos años después de comprado el auto. Mi padre tenía muchas historias con este auto y mi madre las confirmaba o desmentía.

Según cuenta mi viejo, un ya retirado Oficial del Ejército, fanático de los autos y mecánico por vocación y hobby, logró ahorrar el dinero luego de dos años en los que se la pasó trabajando internado en la selva. En esa época, él era un joven Oficial del Ejército al que habían destacado a Güeppí, un puesto de avanzada que se ubica en la triple frontera Perú-Ecuador-Colombia, justo en el punto más nórdico del Perú, arañando la Línea Ecuatorial. Luego de ese tiempo regresó a Lima y tenía el suficiente dinero para comprarse un auto mediano. Su búsqueda se concentró al final en dos opciones; un Hilman y este Datsun. Antes del primer año con su nuevo Datsun ya le había cambiado de color y le puso unos aros Negri de magnesio con llantas anchas, recuerdo que lucía a fines de los setentas una llantas Goodyear con letras blancas que rezaban G800 Radial en la cara. Se veía muy bien. Luego yo descubriría la vida a bordo de este auto, ya que por el trabajo de mi papá, la incipiente familia se mudaba en promedio cada año. Recorrimos desde Tumbes hasta Tacna, la sierra rumbo a Cajamarca, o la selva rumbo a Jaén y Bagua y en todos estos viajes recuerdo que mi madre nos alimentaba y hacía dormir mientras mi viejo conducía, llevando lo esencial en la maletera y el enorme televisor en la parrilla que instalábamos sólo para las mudanzas en el techo del auto. Normalmente salíamos siguiendo el camión de la mudanza que llevaba nuestras cosas, pero siempre terminábamos adelantándolo y gritándole por la ventana instrucciones al chofer del camión como en qué parte del pueblo de destino nos encontraríamos. Ahora que lo pienso, creo que a mi viejo le desesperaba ser escolta de tortuga, o era que le gustaba como a mí ahora, llevar un poco más rápido de lo normal el auto. El sonido de ese auto cuando andaba a velocidad crucero era muy bonito y lo tengo en la mente imborrable, formando parte de las cosas que van marcando nuestra niñez conforme crecemos. Pero no recuerdo cuál era esa velocidad crucero, ahora que lo pienso, nunca le pregunté a mi viejo. Estos recuerdos de mi niñez incluyen escenarios de todo tipo a través de la ventana lateral de la puerta posterior, desde la comodidad de mi asiento levantando la cabeza tratando de ver más allá del parabrisas delantero o mirando por el parabrisas posterior cuando me paraba de espaldas al auto, cambiando de posición siempre durante el viaje y es que era un niño y no podía estar quieto. Recuerdo no sólo haber visto hermosos paisajes de desiertos y nevados, sino también horrores de desastres como el fenómeno de El Niño del ‘79 u ‘80 cuando estábamos viviendo en un paraíso llamado Lobitos en el norte. Nuestra casa se la llevó el mar y en la villa militar todo era un caos. Recuerdo que mi viejo llegó a buscarnos en el Datsun, subimos y no paró hasta Piura, donde nos dejó en el cuartel y a salvo en las tiendas de Defensa Civil, incluso escuché conversaciones de evacuarnos a Lima en avión de la FAP. Luego desapareció otra vez pero en un camión del ejército que salía a ayudar a los damnificados. Yo veía el Datsun estacionado ahí, en un lado del cuartel donde no estorbaba a nadie, dos llantas medidas en una cuneta por donde corría un montón de agua, además los guardafangos lucían esas marcas que deja el barro cuando es salpicado por las llantas. Lo que recuerdo de la travesía de nuestro “rescate” fue mucho movimiento y saltos seguidos de giros bruscos del timón que repercutían todos en mí al no poder mantenerme sentado en mi asiento y por la ventana sólo alcanzaba a ver que caía mucha lluvia. Parecía que viajaba en una camioneta doble tracción, pero el inconfundible ruido del motor del Datsun me aseguraba que viajaba en él. Todo lo que recuerdo de ese día es frío, humedad y un caos humano sin precedentes en el niño de 3 o 4 años que era yo.

Luego de esto mis recuerdos me llevan a la vez en que mi viejo viajaba de algún lugar en el norte hacia Lima y llevaba a una pareja de amigos recién casados en el asiento posterior del Datsun. En algún lugar de la Panamericana Norte saliendo de una curva se encontró con una enorme duna de arena que había invadido casi toda la pista, frenó pero el auto se zambulló en la arena, enterrando el capó. No hubo muchos daños y pudieron seguir el viaje a destino. Hay también historias trágicas con el Datsun y es que una vez viviendo en Cajamarca durante la época de carnavales, mi viejo regresaba a casa en la noche central de las celebraciones, cuando la gente que sale a las calles anda muy borracha ya de “celebrar” y fue que a una cuadra de distancia de la casa se ponen delante del Datsun un par de borrachines a molestar. Mi viejo trató de esquivarlos pero la estrecha calle no lo permitía, así que luego de intercambios de claxon y lisuras, mi viejo decide bajar y “hacer a un lado” a los borrachines, pero grande fue su sorpresa cuando uno de ellos sacó un revolver y le disparó. Según lo que cuenta mi viejo la sensación del disparo es confusa, al principio uno no reacciona, ve la luz del disparo seguido del ensordecedor ruido pero no reacciona sobre lo que pasa. Todo es tan rápido, dice. Luego sintió un ardor frío en el abdomen y después el calor de la sangre emanando. Reaccionó, subió al Datsun y condujo malherido hasta el hospital que no quedaba muy cerca, sobretodo si tenemos en cuenta que la ciudad era una fiesta y la gente se había volcado a las calles a celebrar al “Ño Carnavalón”. Al llegar al hospital dejó el auto en la zona de ambulancias, que es la más cercana a la entrada de emergencia, una persona empezó a increparle sobre la prohibición del estacionamiento en ese lugar, pero luego, cuando bajó mi viejo del auto todos corrieron a ayudarlo. La muerte estuvo cerca esa vez, pero la rápida evacuación a Lima dio resultado. Las secuelas que le dejaría esto serían problemas estomacales de por vida. Nunca llegué a ver el auto esa vez, ni lo recuerdo mucho. Sólo recuerdo haber viajado en avión de la FAP a Lima ¡por fin! Para un niño que no lo pudo hacer con El Niño del ‘80 esto era un sueño. Claro que aún mi razón no entendía la gravedad de la situación en esta ocasión tampoco. Algún tiempo después jugaba yo con mi papá a seguir la “carretera” por su barriga, siguiendo las cicatrices de la operación y esquivando los “huecos”. Solía decirle a mi viejo que tenía varios ombligos y él reía conmigo. Otra tragedia rondó a la familia, cuando el autobús donde viajaba mi abuela paterna con el hermanito de mi papá chocó contra otro cerca de Chimbote, sólo sé que aún vivíamos en el norte, era finales de los ‘70s o principios de los ‘80s y mi viejo volvió a subir al Datsun luego de que le dieron la noticia en el cuartel donde trabajaba, su jefe el comandante de la base le había puesto un chofer para este caso, pero mi viejo no lo necesitó. Manejó y manejó sin parar ni un momento, a toda la velocidad que el auto llegara. Sólo puedo imaginarlo en ese momento, conduciendo muy rápido, aferrando sus manos al volante mientras que su cabeza era invadida por muchos pensamientos, seguramente pensamientos muy desgarradores que hacían brotar de sus ojos lágrimas que nunca he visto en él. Por suerte ambos estaban vivos, mi abuela y mi infante tío, pero la odisea de encontrarse fue otra historia, una de mucha confusión y que ya no viene al caso. Pero una de las historias más curiosas es de cuando mi viejo y mi abuelo materno mejor conocido como El Almirante, regresaban de Ecuador muy tarde en la noche y el auto comenzó a fallar hasta que prácticamente no podía avanzar. Mi viejo sabía de antemano que necesitaba cambiar los ruptores o platinos del distribuidor, pero pensó en hacerlo al regreso. Mal cálculo. Lo bueno es que tenía los platinos nuevos ahí con él, pero no tenía linterna. Así que mientras El Almirante trataba de reflejar con un periódico la luz de los faros delanteros hacia dentro del cofre del motor, mi viejo hacia el cambio de las piezas defectuosas con las pocas herramientas que tenía. Para calibrar la correcta separación o luz que deben llevar los platinos utilizó un lado de una cajita de fósforos Inti. Cruzaron los dedos y al hacer contacto para encenderlo el motor volvió a la vida. Pudieron regresar a casa sin problemas y desde ahí mi viejo suele utilizar una cajita de fósforos para regular el encendido de cualquier motor.

Pues resulta que era yo ahora quien conducía o intentaba conducir este Datsun. Antes ya lo había hecho, pero sentado en las piernas de mi papá y limitado a mover el timón con su ayuda y guía. Ahora El Almirante, otrora poseedor de una barbaridad de autos antiguos así como conductor profesional y compañero de algunas aventuras con mi viejo, ocupaba otra vez el asiento del copiloto, pero esta vez sentado a mi lado. Recuerdo que él se mostraba muy tranquilo y silencioso (¿o quizá estaba asustado?) cuando yo conducía por las calles a diferencia de mi viejo y recuerdo que me arengaba a hacerlo bien y tener cuidado, siempre con sabias palabras, esas que sólo el tiempo de vida le puede a uno brindar. Y fue en estas situaciones en que llegué a saber de un legendario piloto de carreras de aquellas épocas llamado Arnaldo Alvarado apodado “El Rey de las Curvas” y su no menos famoso Ladrillo Rojo, un Ford sedán de los años ‘40s o ‘50s transformado y preparado para correr. El Almirante me solía decir que no había nadie que girara en las curvas como lo hacia Arnaldo Alvarado y me contó una vez aquella historia en que Arnaldo Alvarado “El Rey de las Curvas”, competía con su fiel Ladrillo Rojo en una Carrera Panamericana y en el tramo entre Lima y Chile y en algún punto de la ruta hacia el sur su motor falló y no pudo continuar con la carrera, pero pasó por ahí su hijo que también se hallaba compitiendo en esa carrera y con un auto idéntico al de su padre. Sin dudarlo paró al ver a su padre “El Rey de las Curvas” al lado del camino y sin pensarlo le cedió su enorme motor V8. Operación de transfusión que demoró algunas horas, al cabo de las cuales Arnaldo Alvarado “El Rey de las Curvas” pudo continuar en carrera con su propio Ladrillo Rojo con el motor del auto de su hijo y llegar a la meta pero muy retrazado y sin chance de ganarla. La máxima arenga que me podían hacer cuando yo tomaba una curva era: “¡Asomacho, das las curvas como Arnaldo Alvarado!” Yo conducía de manera incipiente aún, pero cuidaba de mantener el auto en el carril dibujado por las líneas punteadas en la pista, así que rodeaba por completo la circunferencia del pequeño óvalo que quedaba por mi casa, aprendía a sentir las fuerzas de gravedad que te empujan queriendo sacarte de trayectoria mientras más rápido vas, yo pisaba nomás y esperaba a que El Almirante me diga “¡esta bien que parezcas Arnaldo Alvarado pero deja esas cosas para las carreras, ahora no tenemos a De las Casas y su Liebre atrás, así que baja la velocidad!” Soñaba yo. Esta suma de historias, de pilotos caballerescos e inmortales en gestos marcó en mí, en el momento en que me enfrentaba a un auto por mis propios medios, una huella imborrable, además que ayudaba a forjar la pasión por los autos que había empezado a cultivar sin saber en mí y alentado por mi viejo, con el Datsun y con la enormidad de carreras a las que siempre me llevaba, como la tradicional carrera Caminos del Inca o las competencias automovilísticas en el antiguo circuito callejero de Santa Rosa, el Mónaco peruano como le llamaban o al Campo de Marte.

Así que aquí estábamos otra vez, en la Plaza de Armas y de vuelta en el buen año de 1997. No encontré ningún Datsun como el de mi viejo ni ningún otro, salvo en las esquinas de la Plaza, pintados de color amarillo y esperando por clientes detrás de un cartel que decía “Paradero de Taxis”. Mi fémina acompañante y cultora de las bellas artes no dejaba de hablarme de cada auto y los detalles particulares que lucían estos y sobretodo no dejaba de agradecerme la invitación a este evento, ya que en su mente cerraba un círculo al incluir a los autos como obras de arte para su mundo interior, algo que ella pensó que nunca podría pasar o considerar, incluso me llegó a decir que esto era mejor que un cuadro o una escultura, ya que estas obras de arte no sólo lucían bien, sino que además eran muy funcionales para el ser humano, razonamiento filosófico que sólo puede tener una persona como ella. Se le veía muy feliz, sobretodo cuando le dije un par de semanas después de eso que habíamos salido en la foto portada de la revista Ruedas y Tuercas, claro que en muy reducida escala, pero reconocibles aún. Uno de los ápices del evento fue cuando llegamos donde Jorge Nicolini, sentado con su esposa en uno de los tantos clásicos de su colección y que lucía en ese evento, ataviados ambos con ropajes de la época de su montura. Mi guapa amiga entablo buena conversación con la señora Nicolini mientras yo aproveché para disparar algunas fotos sin que se diera cuenta. Me gusta captar esos momentos de naturalidades. El tour a la Plaza de Armas se acababa y yo aún no había encontrado a mi unicornio, mi Moby Dick. El cielo de Lima amenazaba con garuar más fuerte y el frío no era tan típico de una mañana de diciembre, en que se supone entramos al verano, aún así yo sudaba por la tensión. Mis esperanzas se nublaban con el cielo, pero la experiencia ya había trascendido más allá de lo imaginado. Pero de pronto y casi al final de la fila de autos, en una zona sin mucha gente, entre Palacio de Gobierno y el Palacio Arzobispal logré divisar en el techo de una mole de acero, justo sobre el parabrisas una leyenda que decía Puquio-Nazca en letras blancas que resaltaba sobre el rojo color ladrillo de la pintura del auto. Era el Ladrillo Rojo del gran Arnaldo Alvarado “El Rey de las Curvas”. Me acerqué tímido pero inquieto y sin la presión aún de saber el momento que viviría para siempre en mí como una máxima que forjaría mi vida en el mundo de los fieros, me acercaba a un momento clave, mi destino saldaba cuentas con mi historia personal y cerraba un círculo. Aún no lo sabía.


Y ahí estaba yo, parado en frente del enorme Ladrillo Rojo, el verdadero y único, donde dentro de él se encontraba un viejecito sentado en el puesto del conductor, lucía encorvado y cabecita blanca, con un gorrito chato de esos que parecen de chofer de las películas. Vestía una delgada casaca negra abierta que dejaba ver una camisa de cuadritos en tonos rojizos, casi como los de su auto y un pantalón de vestir de diseño antiguo con zapatos marrones, nada fuera de lo común. Se le veía ahí, indefenso y hasta inútil frente al volante, con las manitas cruzadas sobre sus piernas, absorto como esperando algo que yo no podía entender. Pero sobretodo se le veía cercano, como sólo lo pueden ser esos héroes de historias antiguas que parecen inventados en la perfección de la mente. Afuera del auto se encontraba otro señor un poco más joven que hablaba con soltura con algunas otras pocas personas que eran en su mayoría los participantes del evento u organizadores, como planeando ya la partida que se daría en algunos minutos y repasando la ruta y travesía. Aún seguía yo parado ahí, frente a esa parte de mi vida que ahora enfrentaba y cada vez rodeado de más gente. No noté que a mi lado se encontraba mi acompañante Nereida y por un momento me sentí solo y en paz total. Ella no sabía nada, sólo sabía lo que le había contado yo durante el tiempo que estábamos merodeando entre los autos del evento. Sabía de que Arnaldo Alvarado “El Rey de las Curvas” era un antiguo corredor del que me había contado mi abuelo El Almirante, al cual le tenía yo mucho afecto. Luego de un momento de asimilar la información que tomaba a toda velocidad las curvas de mis pensamientos en mi cabeza me acerqué a él, o a ellos, Arnaldo y su Ladrillo. La ventana del conductor se encontraba abierta y, no recuerdo bien que dije exactamente, pero sé que primero lo saludé llamándolo Sr. Alvarado. Luego seguí con algo así como que mi abuelo y mi padre me han contado muchas historias de Ud., me decían que no había nadie que tomara las curvas mejor que Ud., y que por eso le decían “El Rey de las Curvas” y bla, bla, bla. Sería un honor para mí poder tomarme una foto con Ud.

A cada palabra mía Arnaldo Alvarado “El Rey de las Curvas” reaccionaba levantando un poco más la cabeza, como despertando de su trance o poniendo más atención. Me dijo que sí. Le agradecí y regresé donde Nereida para decirle que nos tome una foto, mientras yo le preparaba la cámara y le decía qué apretar y todo eso. Cuando regresé hacia ellos, Arnaldo Alvarado y su Ladrillo, encontré un cuadro que no me esperaba: “El Rey de las Curvas” se hallaba fuera del Ladrillo, apoyándose con la puerta entre abierta, de repente el viejecito con el que yo había hablado no estaba más, éste había sido reemplazado por otro viejo, uno que se paraba erguido y desafiante al “sacar pecho” y se sacaba el gorrito a la vez que lucía una leve sonrisa al estilo de los héroes, es decir, sin verse muy amistoso ni muy temerario, se había transformado así en el gran Arnaldo Alvarado “El Rey de las Curvas” y que ahora aparecía ante mis ojos. Luego del “click” de la cámara nos estrechamos las manos en despedida. Arnaldo Alvarado “El Rey de las Curvas” se había vuelto a transformar en ese inútil viejecito que lucía como un remedo o adorno al enorme Ford.

La partida de la enorme caravana que se hallaba en la Plaza de Arnas fue frente a la Municipalidad, así que Nereida me agarró de la mano y me condujo al lugar, no se quería perder a esas obras de arte ambulantes en el clímax de lo que pueden hacer, es decir, rodar. La rampa hacia el tabladillo de partida instalado frente a la Municipalidad lucía peligroso por lo húmedo que se encontraba, pero hasta ahora todos los autos lograban subirla y bajarla, pero con muchos sustos, hasta que uno de mis autos favoritos, un Jaguar E-Type trató de subir pero perdió parte del tubo de escape al rozar este contra el suelo. El rostro de Nereida se estremeció al ver a ese auto casi caer, lo recuerdo bien. Desde ahí la organización decidió hacer la partida a un costado del estrado y para suerte más cerca de nosotros, en ese momento había un mar de gente formando un callejón humano que incluso bordeaba el edificio edil por el Jr. Conde de Superunda. Estuvimos hasta el final pero no tengo el recuerdo en mi mente de ver largar al Ladrillo Rojo. Me encontraba totalmente anonadado sin saber el momento histórico de mi vida personal que había vivido: Conocer a mi héroe.

Visita la web de Arnaldo Alvarado el Rey de las Curvas.

Un tiempo después me enteré de que el viejo Datsun de mi viejo se encontraba hacía 9 años botado en un galpón cerca al cruce de las avenidas Arenales y República de Chile. Hablé con mi viejo que ya no vivía con nosotros y le dije si se lo podía comprar. Fue así como luego de un sermón típico de un padre preocupado y sabiente de que su hijo mayor había cultivado la misma pasión por los autos que él mismo le inculcara con cada relato, con cada carrera y que ha heredado esa locura al volante demostrada desde que me compraran mi primer autito de juguete, un Datsun 240Z de plástico que terminaría desarmado y al que luego le seguirían otros con la misma suerte.

Un tiempo después una grúa estaba llevando el Datsun 150J al lejano taller de un buen amigo y cómplice. En el tiempo que el Datsun había dormido el sueño de los justos había sufrido las cosas típicas del abandono, el canibalismo y la herrumbre. Faltaban muchos componentes del auto e incluso uno de los aros Negri que mi viejo le comprara en los setenta. Tras muchos meses de arduo trabajo y un gran presupuesto MI Datsun arrancaba y se podía mover por sus propios medios, es decir aceleraba, frenaba y giraba también. No tenía luces, no tenía parabrisas delantero ni posterior, no tenía tapices ni alfombras, sólo era una cáscara de acero con asientos y ventanas en las puertas que no se movían ya que no había ni asas ni manijas ni pestillos. Funcionaba y lo había rescatado del olvido, eso era lo único que me importaba. Fue así que en la víspera de navidad del año 2000, en que me proponía a sacar mi Datsun del taller de Pachacamac rumbo a la casa de mis papas en Miraflores cuando Moisés, mi buen amigo el mecánico salvador me preguntara sobre qué nombre le iba a poner a mi carro. Él pensaba en algo así como “La Liebre” o “El Ladrillo Rojo”. Pero no se esperaba que yo respondiera ARNALDO. “Se va a llamar Arnaldo”, le dije. Me miró extrañado y me respondió algo así como que él le pondría “Coche Bomba”, por lo desastroso que lucía. Terminamos de instalarle unos faros delanteros momentáneos y arranqué en mi Arnaldo. La policía me detuvo muchas veces durante el trayecto y el tiempo en que Arnaldo luciera como coche bomba, que fueron algunos meses, lo cual me apresuró a su terminación y armado final, con lo cual mi querido Arnaldo quedo casi casi como salido de fábrica.

Recuerdo mi primer percance con Arnaldo, regresaba con mis amigos de una playa del sur hacia Lima y cada uno en su auto, éramos una pequeña caravana como de 5 autos que viajaban a más de cien, pero por joder empezaron a acelerar tratando de dejar atrás a mi Arnaldo, mal llamado coche bomba. Así que decidí darles caza, aceleré hasta 140 y los dejé atrás, no podía ir más rápido ya que no tenía tacómetro y no sabía si el motor se pasaría de revoluciones. Pero me arriesgué calculando. Al poco rato Arnaldo hizo un sonido extraño que no desapareció, como un silbido fuerte y empezó a perder potencia y velocidad. Aún así pisé un poco más para mantenerlo arriba de cien por lo menos pero me era muy difícil ya que sentía el motor sufrir haciendo ese gran esfuerzo al que le sometía. Fue inútil, todos me rebasaron pero pararon un poco más allá para ver qué pasaba cuando no me veían. Tras una rápida mirada al motor descubrí que un cilindro no trabajaba, así que llegaría a Lima en tres cilindros y con esfuerzo. Al día siguiente llevé el auto a Pachacamac para revisarlo y el diagnóstico fue que había soplado o volado el empaque de la culata, es decir, el motor no soportó. Imposible, pensé yo. Reparamos el motor con Moisés y encontramos la falla, los tornillos que sujetan la culata estaban tan viejos que por el calor se habían dilatado con la consecuencia de aflojar a la culata del motor, así que una vez reparado el motor le compré su tacómetro. Con este instrumento descubrí que podía hacer Lima-Asia en 45 minutos, ya que Arnaldo podía llegar sin problemas a 165 kilómetros por hora. ¡Increíble! Recuerdo una cortita, una madrugada lluviosa regresaba a casa y entré un poquito rápido al óvalo de Miraflores cuando Arnaldo patinó y se dio por completo una vuelta de 360 grados para volver a seguir en la dirección en que quería ir. Fue un momento de mucha suerte en realidad y supongo que los que vieron desde afuera, es decir, los que no vieron el miedo en los ojos del conductor, abran dicho “¡Wow, ese parece Arnaldo Alvarado!”

Hay muchas historias más con mi Arnaldo, como la vez que yendo a Canta se obstruyó la cañería de combustible por echar gasolina en un mal grifo, así que parado ahí en medio de la noche en pleno asenso a Canta en esa ruta solitaria no encontraba ya fuerzas para soplar y desatorar la cañería. La llanta de repuesto la conecté a la manguera de la cañería y ese soplido del desinflado de la llanta fue suficiente para desatorarla y llegar a Canta y regresar a Lima. Y la vez que regresaba de Trujillo tras el descanso en Huanchaco por Semana Santa, en una curva ciega cerca de Barranca se nos cruzó un rebaño de carneros que no pude evitar y arrollamos a una, Arnaldo terminó un poco golpeado y yo discutiendo con los pobladores locales que me querían linchar. Al final traté de huir pero Arnaldo no encendía, parece que con la frenada y sacudida el carburador se había ahogado, así que dando y dando con el pie a fondo hasta que arrancó y salimos disparados quemando llanta mientras ya sentíamos sobre la carrocería algunos golpes disgustados. También está la vez en que llevaba a un grupo de amigos desde San Bartolo hasta Punta Rocas con sus tablas sobre el techo agarradas simplemente con sus manos que salían por las ventanas. Sin darme cuenta ya estaba yendo como a 60 y las tablas salieron volando para caer sobre unas piedras y romperse, que para suerte no se estrellaron contra otro auto ni persona, fue el fin de la travesía de montar olas. Recuerdo también la vez que atropellamos a un niño descuidado en una callecita de Chorrillos, el chico se cruzó de súbito, frené pero Arnaldo le dio y lo lanzó unos metros por el suelo. La gente de esa zona se empezó a amontonar mientras metía al niño en el asiento trasero y buscaba a la mamá, alguien me dijo donde estaba la posta médica más cercana y dije que enviaran a la mamá cuando la encuentren. Salimos disparados Arnaldo y yo y justo pasaba una camioneta de la policía. La gente señaló que nos alejábamos y no explicó bien, así que mientras corría rumbo a la posta médica tenía a la policía persiguiéndome con la sirena, luces y todo atrás nuestro. Seguíamos andando muy rápido hasta que llegamos a un cruce con una avenida donde por fin nos alcanzó la camioneta que no dejaba de gritar por el altoparlante “¡DETÉNGASE, DETÉNGASE!”. Cuando vieron al niño y a mí que les preguntaba cómo llegar a la posta, sin decir una palabra pasaron de ser perseguidores a ser escolta. ¡Nunca Arnaldo ni yo habíamos sido escoltados! El fin de esta historia lo quiero dejar en que el niño luego de miles de radiografías estaba bien, más que rasguños, golpes y harto susto. La madre llegó, era una vendedora de dulces en una esquina y dijo; “¡otra vez lo han atropellado!” Yo dije “¿otra vez?” Y respondió; “Sí, la primera fue con un mototaxi”. Solo agradecí que todo estuviera bien, pero me esperaba otra larga historia con la policía, querían meter a Arnaldo en la cárcel de autos y a mí, pues, ver qué me podían sacar, lo bueno es que había muchos testigos de los hechos. Pero la vez que sí estuvo en la cárcel fue un día que fui muy temprano al hospital a dejar unos análisis, estacioné, entré 5 minutos y al salir Arnaldo ya no estaba. ¡Pánico! Un taxista me dijo que la grúa se lo llevó. Paré un taxi y recorrimos todos los depósitos de autos de Lima hasta que lo hayamos en Surquillo. Un enorme trámite burocrático que terminó dándome la razón a las siete de la noche. Arnaldo salía libre de la cárcel sin pagar fianza ni dormir en ella. Hasta ahora nunca lo ha hecho. Otra anécdota que recuerdo es un viaje a Trujillo en el que una llanta posterior reventó cuando estaba como a 90 kilómetros por hora luego de dejar un peaje, no me causó ningún problema salvo un ligero susto. Salí al lado de la Panamericana para cambiarla y cuando quise regresar a la pista, las dos llantas del lado derecho que estaban en la arena empezaron a hundirse y patinar. Con cuidado logre regresar el auto a la pista, pero más me costó salir de la arena que cambiar la llanta. La última anécdota con Arnaldo sucedió en uno de los viajes que suelo hacer con él para hacer caminata de montaña o trekking. Normalmente suelo salir con mis amigos cargando en la maletera las carpas, bolsas y comida para los días que vendrán, así solemos recorrer la ruta que hay luego de pasar Santa Eulalia rumbo a Marcawasi y más allá, hasta donde no hay más ruta para autos, que suele ser en un pueblito llamado Carampoma. Hacía poco le había instalado un ventilador eléctrico a Arnaldo para enfriar el radiador, pero en pleno asenso a Carampoma el ventilador falló y el agua del radiador servía para preparar café expreso, así que ahí, en plena ruta de la puna realicé la maniobra de cambio de ventilador, es decir, le volví a instalar su viejo y confiable ventilador mecánico, que por suerte lo traía conmigo en la maletera. Luego de esta operación y mientras mis patas volvían al auto luego de estirar las piernas y algunas fotos, reanudamos el recorrido sin ningún problema hasta los más de 3500 msnm.

Desde que tengo a Arnaldo hasta la fecha hemos pasado muchas historias en los numerosos viajes que hemos hecho y hemos tenido algunas aventuras mientras vamos haciendo nuestras propias anécdotas, las nuestras propias sí y que van quedando listas para contarle a nuestros hijos y nietos, bueno, por lo menos los míos, sólo espero que dentro de esa futura camada haya alguno que herede la pasión por los autos que viene cultivando mi abuelo, mi padre y yo. Quizá Arnaldo ya no exista, ni nosotros tampoco, pero seguro encontrarán algún otro pedazo de fiero con ruedas al cual rendir pleitesía, quizá no sea un clásico tampoco, pero será el que despierte y desate pasiones en ellos. Por mi parte voy a continuar con la tradición como lo vengo haciendo y sin esperar nada a cambio.

11 comentarios:

Anónimo dijo...

Arnaldo!!!!! compañero de inumerables aventuras, siempre en el recuerdo.

Fierro Viejo y motor!!!

Jaimesix dijo...

Te felicito. Yo tengo un Datsun 710, y un 610. Me gustan los Datsun, tienen historia, son fuertes. Ojala que estes restaurando el coche legendario de tu padre. Si no es asi, considera comprar un 710 y arreglarlo. Muchos tienen coches nuevos, pero muy pocos tienen un coche clasico en buenas condiciones.
Que increible sensacion es encontrar un Datsun 710 en optimas condiciones, eso es clase.

Jaime

Club Unicorn Cbf 150 dijo...

Kike o axia estan invitados ( los valientes de ticlio) a un encuentro motero con la gente de honda... cilindrada baja nose como ubicarlos estaran las elite las storm y las unicorn 150 sera el 30 de agosto habra obsequios y demas cosas mi correo es cbf_racingclub@hotmail.com o mi cel 98976-7202 me llamas o escribes tocayo... al toke creo que ese dia se formara el club oficial Honda.

Marcopolo dijo...

chevere, contactemos

Marcopolo dijo...

Contactemos para salir en el 2009, felicitaciones motoviajeros, un abrazo...

Marcopolo dijo...

llapanaticsinchi@hotmail.com

me reuni con motoriders peru, me gusta tambien tu grupo, unque viajo solo los invito haber si me pueden acompañar a trazar el mapa a mediados del 2009 Nor Yauyos via Ticlio - la Oroya, me pasan la voz

Kike Polastri Martin dijo...

Hola Jaime Six.
Te contare que por motivos de fuerza mayor tuve que vender a mi preciado Arnaldo. No descarto la posibilidad de comprarme otro en el futuro y restaurarlo otra vez. En realidad, me gusta mucho ese carro.
Hace poco y para compensar mi remordimiento, compre dos maquetas del 710, pero solo he conseguido la version Coupe. Una es para armar, todo en piezas pequeñitas de plastico y la otra es de metal, ya armado y lista para colocar en el mueble de la sala.
Te felicito a ti tambien por mantener tu Datsun en buen estado, es un maquinon.
Saludos.

Kike Polastri Martin dijo...

Hola tocayo. Les comente a los demas miembros del grupo Elite, incluso me dijeron que fueron. Espero sigan reuniendose.
Saludos.

Kike Polastri Martin dijo...

Hola Marcopolo, como te comente en el foro, ya vendi la Elite, pero te dare los correos de los demas Eliteros que aun quedan.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

hola este auto es super chevere yo estuve a punto de comprarme de un vecino de la casa de mi flaca pero me gano otro fanatico de este auto..si conoces de alguien que quiera vender uno podrias mandarme un mensaje ami correo ... mudvayne2004@hotmail.com.., muchas gracias

Anónimo dijo...

Hola la una increíble historia, me gustaría saber como puedo contactar con el mecánico que hizo las restauraciones a Arnaldo, de ante mano muchas gracias... correo: figurita007@gmail.com